lunes, 13 de agosto de 2007

Llantos en El Dorado Capítulo 1



Fueron sus pies. El amor por aquellos pies hizo que derramara el vino sangre, de torrente cálido y áspero, en su obtusa vida. Lo bebió sin son ni ton intentando agredir el dolor que lo consumía. Se fumaba el vaho de su olor pensando en sus aromáticos pies de rosas blancas. Recorría con la memoria, mientras se mandaba el concho, su gallarda figura de empanadita de pino, como él le decía en el brumoso ambiente de amor de la intimidad de su dormitorio triste. Estrujaba y besaba con frenesí, cada uno de sus níveos deditos de diosa descalza —virgen podurígera ruego por tus pies inmaculados—, como fetiche que roza el delirio y con las ansias tiernas de una guagua en su teta.
Fueron sus pies, los pies de Fabiola. Los más hermosos de este mundo, del otro y del que está por venir.
Con el vaso de tinto de quinientos pesos en alto, como el mismísimo santo grial del carpintero, grita con aguardentosa voz desde su solitaria mesa.
—Por tus malditos pies que hoy me bebo tu amor…— y fueron muchas las voces que con él recitaron aquella dolida frasecilla pastosa y fueron las mismas que rompieron en risas y vituperios a destajo, y hasta las propias chiquillas que atienden el local lo miraron con más desdén que de costumbre. Era la misma cantaleta de todos los días veintitrés de cada mes, desde hace incontables años. Como también era su costumbre después de declamar el brindis perpetuo, levanta su mano temblorosa, con la mirada perdida en lo infinito del pringoso piso de madera baldeado con cloro, y manda a llamar a cualquiera que le traiga otra cañita de vino tinto. Que venga rápido el que le trae la Sangre de Cristo, que de tanto llorar se le están secando los ojos y necesita remojarlos. Y entre sollozos, con medio brazo apoyado en la mesa, repasa otra vez con la lengua de su pensamiento, los inverosímiles pies juguetones por los que un día se enamoró hasta las verijas.
Entre las garzonas que atienden El Dorado, ninguna quiere llevarle el cachambreado por miedo a contagiarse con su tristeza. Con justa razón. Porque se dice que dos de sus antiguos compañeros de mesa, el Rorro y el Tiqui-tiqui, murieron botados en la esquina de la cuadra del boliche. Abrazados, meados y con la cara metida en grandes charcos de sus propias lágrimas, todo esto justo después de que Humberto Sumarán les confidenciara su injusta historia con Fabiola y también haberse manducado, los tres juntos, dos y media garrafas de vino de cuarto enjuague. Cuando al otro día, el servicio de salud, entregó los cuerpos, fue el mismo don Ismael Tocornal, dueño de esta quinta de recreo de población, quien se ofreció para velar a los finados en sus humildes dependencias. Que no podía ser menos porque los borrachines esos, eran habituales parroquianos del local.
Sumarán el Rey del Mar, como se autoproclamaba, era mariscador, pescador y ermitaño, vivía entre Chañaral y Caldera, en el Portal del Inca. Llegó a esas soledades intrínsecas cuando seguía la senda milenaria de los chasquis, buscando el picaflor de oro. Nunca lo encontró, ni siquiera en la gran batalla contra sus sueños, muchos años después. Pero descubrió que aquellos páramos misántropos le dejaban tal sensación de paz interna que decidió dejar para después su búsqueda fantástica y armar ahí su ruco, como él le decía a su paupérrima choza. Se dice también que por las noches se sentaba en una roca frente al mar escuchando la música del oleaje esperando ver la Mama Cocha o conversar con el auqui que resguardaba la playa.
Alguna vez, Sumarán intentó dejar de lado el vicio de beber para siempre, pero las ganas se le quitaron luegüito, porque resolvió que el bouquet del vino tinto era lo único que se asemejaba al sabor y al aroma de los pies de su amor. Fue un día cuando despertó; tras zamarreos y golpes, sintió la potente resaca maldita que acompaña a una tomatera feroz. Con el estomago destrozado y la lengua como cierre de velcro de lo seca, intentaba unir los pedazos de recuerdos que divagaban aletargados por el espacio infinito de su mente de borrachín empedernido. En este rompecabezas vertiginoso, denotaban piezas mayores en las que imágenes absurdas, sacadas de algún circo antiguo, le mostraban lo patético que era cuando empinaba el codo. Se recordó de haber pronunciado en quechua, parado en una mesa, —Yuraj Tika —; y haberle gritado al mar, improperios que su significado sólo conocen los pescadores de mar abierto. Rememora también haber estado corriendo desnudo, tapando sus partes pudendas con un minúsculo taparrabo de red fina y una sebosa mantilla blanca, por todo el borde este del pueblo, por allá donde no se ve el mar.
Dificultosamente recoge la cara de la vereda, el cemento húmedo de vómito burdeo le hizo resbalar sus manos temblorosas que después de una marometa de malabarismo y con tan mala raja, se dio un carantazo en el suelo que le hizo estallar la nariz de sangre que se camufló con los líquidos regurgitados. Estaba despertando sobrio después de cinco días de andar borracho y sintió que ya había tocado fondo. Varios años eran ya de la ida de Fabiola y su recuerdo aún estaba pincelado por los vapores íntimos del vino rojo, en su corazón solitario. Estaría tres días seguidos, completamente sobrio; manteniéndose a base de: Caldillo de congrio y aguitas perras preparadas con unas gotitas de agua de mar. Pero no resistió. Ni siquiera rezándole a la Virgen de la Candelaria, a quien prometió llorando a moco colgando, arrastrarse por todo su santuario si le quitaba las ganas de tomar o le devolvía a Fabiola. Después de pensar un momento, razonó que cualquiera de las dos opciones estaban más allá del poder de cualquier milagro. Jamás sucederían aunque pagara la promesa de arrastrarse por todo el desierto de Atacama.
La primera vez que vio a Fabiola, y a sus pies, fue en un sueño muchos años antes de verla en el mundo real. Aquella revelación onírica se presentó por aquel tiempo cuando en las noches buscaba la manera de autoinducirse sueños lúcidos. Cuando hacía de todo lo que conocía para soñar: comer carne justo antes de acostarse; amarrarse los brazos cruzados en el pecho; repetir incasablemente, durante todo el día, frases para sugestionarse a recordar los sueños; beber infusiones de hierbas viejas y recostarse junto a la lánguida llama danzante de una vela color naranja. Quería a toda costa convertirse en onironauta y gobernar aquella parte inexplorada del universo de su pensamiento. Lo que muchos años después conseguiría y así enfrentaría la gran batalla de su vida, contra sus propios sueños. Pero en una otoñal tarde de siesta después del trabajo, sin preocuparse de hacer sus ejercicios para sueños lúcidos, por estar abatido por un cansancio despiadado, fue que la vio. Estaba vestida de organdí, con un velo de seda y el cabello suelto a la borrasca. Blanca y descalza sobre las arenas infinitas del desierto de Atacama. Bajo el límpido manto azulino de medio día. Sintiendo todo muy real, como si estuviera despierto y observando el mundo con ojos nuevos por primera vez. Era la inauguración de sus sueños en colores. Era la sensación de superrealidad que buscó tanto y de la que se enamoró apenas leyó de ella. Sentía al viento soplando en Do mayor y luego realizando una excitante fuga de notas. Sólo estaban ellos y las dunas eternas.
Diluida por la lejanía, ella caminaba con el viento a su favor. A él en un principio le pareció una fatamorgana cruel que le mostraba la imagen de su joven madre, hasta que se sintió recostado de guata sobre la arena caliente. Arrastrado, con la ropa hecha tiras y con la arena delgada metida en todos sus recovecos corporales. Con una sed infinita y llagas en las rodillas; los labios partidos por la resequedad salina y un cansancio perpetuo, como si se hubiera arrastrado por todo este inmenso desierto del carajo. Sentía cenizas en la boca. Tenía el mismo dolor penetrante que sentía cuando le pagaba esa vieja manda a la Chinita, cuando se arrastraba por todo el santuario de la Virgen de la Tirana. Y es en el momento cuando está a punto de morir, que ve los pies de la mujer. A menos de un palmo de su rostro craquelado. Pies hermosos, limpios, con un olor que lo hacía revivir pero que no podía reconocer (mucho tiempo después descubriría que aquello era la añosa esencia de cientos de flores distintas). Luego, oye la suave voz de ella que le dice tiernamente en el dialecto inentendible de los sueños —Falta mucho para terminar—. Sin decir agua va, levanta su blanca pollera mostrando tímida, sus piernas dóciles, posa delicadamente su pie izquierdo sobre el rostro seco de Humberto Sumarán y desde lo profundo de su entrepierna comienza a brotar un jugo transparente que recorre su muslo, su rodilla y finalmente su pie. Desembocando en el dedo del corazón, un torrente de aromática agua fría que caía justo en la boca árida. Desesperado, Sumarán bebe el líquido que le aplaca la sed y lo embriaga, y de a poco comienza a recobrar fuerzas. No piensa en nada, más que en beber y seguir bebiendo. Chorreado por completo, tomó tanta agua y se sintió tan vital que no se dio ni cuenta cuando tenía sus ojos abiertos y miraba el techo. Había despertado mojado. Empapado como recién salido del mar. Perdido en el tiempo y con ganas de mear eternamente. Cuando despertó creyó haber dormido por varios días cuando sólo había dormido por cinco minutos. Difícilmente pudo despegarse del húmedo colchón para ir al baño. Y cuando lo logró y buscaba sus bototos bajo la cama, observó un charco enorme en el piso. Era agua, con el mismo olor que en el sueño no supo reconocer. Aquel perfume quedó impregnado por varios días en su desvencijado dormitorio, en su ropa y en su piel. Todo tenía ese aroma delicioso que no sabía a qué olía. Pero fue la imagen de aquellos perfectos pies de porcelana lo que más impregnado le quedó en toda su mera humanidad. Los pies de su salvación.

1 comentario:

box_of_tears dijo...

ehhh , volviste al blog!??^^
ejej taba bueno, un pokitin largo, epro bueno!!:P
en fin ano te envie un mail , ojala lo vea spos!:P
que estis bien desgraciadooo se te hecha de menos!!!=*
bye